El día que volví a trabajar
Después de que Lea nació, creí que nunca iba a poder dejarlo y volver a mi oficina a trabajar. Pero un día, finalmente lo hice. Literalmente, fui un día.
Durante los primeros meses de vida de mi hijo, nada me producía más ansiedad que tener que salir de casa porque solo yo sabía cómo cuidarlo. No quería dejarlo con el padre, quien estuvo con él 24 horas al día todos los días desde que nació y aprendió a la par que yo a darle de comer, a bañarlo, a calmarlo y a dormirlo; es decir, dejarlo completamente abandonado e indefenso.
La realidad es que tres meses de licencia maternal no son suficientes. El posparto es una etapa en la que la nueva mamá tiene que adaptarse a la vida con un bebé que depende íntegramente de ella, mientras intenta rearmar el puzzle de lo que solían ser sus partes privadas, y postear fotos del niño en Instagram porque si no ¿realmente lo tuvo?; y todo sin bañarse, sin dormir y probablemente con una teta al aire. Yo diría que la licencia debería durar -mas o menos, supongo que depende de cada mujer- 18 años.
A medida que se acercaba el final de mi licencia, intenté convencerme a mi misma de que quizás volver al trabajo fuera algo bueno, porque la combinación de los meses de encierro, las hormonas, la falta de sueño y el estrés de cuidar a un bebé, puede hacer que las cosas se vuelvan algo... intensas. Era cuestión de tiempo antes de que intentara asesinar a alguien, o peor, cortarme el cerquillo.
Finalmente llegó el día de volver a la oficina y tuve que arreglarme para salir en público por primera vez en tres meses. Debería peinarme. ¿Dónde está mi maquillaje? ¿Qué son pantalones? Y por más tedioso que fue, cuando finalmente me vi vestida y presentable, por un momento me reconocí a mi misma como era antes de ser madre. La vieja Caro seguía viva dentro mío, escondida detrás del velo de la maternidad y silenciada por el barullo del día a día con un bebé. Y después Lea me hizo pis encima. No hay escape.
Antes de irme, el padre y yo hicimos un repaso de todo lo que tenía que hacer con Lea cuando me fuera, con un nivel de detalle que uno pensaría que lo estaba conociendo por primera vez:
“Mi amor, acá están las memas, la leche en la heladera, ahí están los pañales y las toallitas, y este es el chupete que le gusta; te dejo ropa para el frio, para el calor y para eventos formales; y esta es una foto mía con una carta escrita a mano para que nunca me olvide”.
Luis: “Te vas cuatro horas”.
“Leésela con mi voz, por favor”.
Finalmente corté el cordón umbilical y me fui. Me subí al auto y manejé una hora hasta la oficina, sola con mis pensamientos, tan distraída por mi monólogo interno que de repente estaba en la oficina, sin recuerdo de cómo llegué hasta ahí y la leve sensación de haber cruzado algún semáforo en rojo o atropellado algún peatón.
Entré a la oficina e inmediatamente fui interceptada por mis compañeros de trabajo, quienes por genuina curiosidad y no por obligación social, preguntaron por mi bebé y mis primeros días como madre. La realidad es que un bebé no es interesante para nadie más allá de sus padres, por lo que intenté mantener mi respuesta corta. *Les mostró 87 fotos, cinco videos y una presentación en Power Point*.
Pero estar en la oficina era algo bueno, salir de casa y cambiar de ambiente. ¿Por qué querría estar en la comodidad de mi casa con mi bebé, cuando podría estar en el polo norte, contestando mails, compartiendo un baño y haciendo fila para usar el microondas? Yo no estoy llorando, vos estas llorando.
Las cuatro horas en la oficina pasaron sorprendentemente rápido, quizás porque me fui una hora antes. Me subí al auto y manejé a toda velocidad como si me persiguiera Freddy Krueger, que en lugar de una mano de chuchillas, me quería matar con responsabilidaes corporativas; y reduje un viaje de una hora a menos de 40 minutos. Búsquenme en la próxima secuela de Mad Max.
Cuando llegué a casa descubrí que estaba todo bien. El bebé había tenido un par de crisis de llanto y Luis una sola, y nadie había perdido ninguna extremidad. Pero yo no estaba bien. El nivel de ansiedad y tristeza que me produjo dejar a mi hijo me hizo entender que ir a la oficina, como con las dietas, un día fue suficiente para mi.
A todas las mujeres que vuelven a trabajar después de tener hijos, por obligación o por elección, las admiro tremendamente. Yo no pude. Literalmente daría mi vida por mi hijo, pero ir a la oficina? No, qué locura. Por suerte mi jefe fue comprensivo y me dejó seguir trabajando de casa -porque soy un miembro valioso del equipo y no porque es imposible decirle que no a una mujer llorando- y no tuve que renunciar, empezar un blog y ventilar todas mis locuras en internet.