El cocodrilo de plástico

Después de más de un año sin salir de casa por la pandemia (excepto para actividades absolutamente indispensables como comprar comida, ir al médico o ver si todavía nos entran los pantalones), hace un par de semanas finalmente decidimos salir de paseo.

Es que en nuestra casa todos tenemos enfermedades que nos hacen muy vulnerables al virus y nos obligan a respetar la cuarentena: mi hijo es muy alérgico, su padre es asmático y a mi me incomoda la gente.

Pero hacía mucho tiempo que estábamos encerrados y ya habíamos pasado por todas las etapas de la vida en aislamiento. Nos cortamos nuestro propio pelo, plantamos y matamos 15 plantas, cocinamos todos los tipos de pan, engordamos 7 kilos y reorganizamos todos los roperos; por lo que ya era hora de salir de casa antes de decidir tener otro hijo.

 
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Así que ahí estábamos, convertidos en centauros, mitad humanos y mitad sillón, cuando decidimos que ese fin de semana íbamos a ir al zoológico, para que nuestro hijo pudiera disfrutar de ver animales y nosotros de pagar 170 pesos por un pop. Y fue ahí que cometí el error de contarle a Lea que íbamos a salir de paseo, olvidándome de la cuarta Ley de Newton que establece que si un niño tiene que estar bien descansado para una actividad, ese día se va a despertar a las 4:30 de la mañana.

Finalmente llegó el día y nos vinieron a buscar los abuelos para ir todos en su auto, porque el zoológico quedaba muy lejos, y ellos se conocen el país entero de punta a punta y yo me pierdo yendo de la cocina al baño. El viaje duró tres horas, durante las cuales todos durmieron menos yo, que como no puedo dormir sentada y no quería gastar la batería del celular, aproveché para hacer algo productivo y me pasé las tres horas mirando por la ventana y repasando todas mis decisiones de vida como un adolescente en un ómnibus un día de lluvia. Y por suerte llegué con el celular cargado porque después saqué tres fotos.

El zoológico era bastante grande y Lea estaba super emocionado. Iba corriendo de jaula en jaula, gritando y señalando todas las cosas nuevas que nunca vio antes: "¡Ahí, un mono!", "¡Ahhh, un pato!", "¡Wow, más de 5 personas!". Y nosotros, que nos habíamos despertado a las 4:00, lo seguíamos no tanto con el entusiasmo de un niño de dos años, sino más bien con la depresión de un un adulto cuando llegan las 7 de la tarde del domingo.

Pero verlo contento nos llenó tanto el corazón que cuando nos pidió subirnos a los botes a pedal, inmediatamente le dijimos que sí, sin noción del desafío físico que estábamos por enfrentar. Es que esa semana realmente se me había complicado encontrar el tiempo para hacer ejercicio y con esa ya hacían 487 semanas. Aunque si contamos el esfuerzo muscular que implica luchar para vestirlo todas las mañanas o acomodarlo en la sillita del auto, te diría que soy casi una atleta olímpica.

Y aún así, no hubo fuerza de voluntad suficiente para mover ese bote. Veíamos pasar otros botes manejados por padres solteros, niños, abuelos, veteranos de guerra ciegos sin una pierna, todos pedaleando con mínimo esfuerzo, mientras nosotros dejábamos la vida para avanzar medio centímetro. Por suerte Lea ni se enteró porque estaba demasiado distraído disfrutando del paseo y preguntando 893 veces por los abuelos que se habían quedado en la orilla.

 
Las caras de felicidad que ocultan los desgarros de glúteos

Las caras de felicidad que ocultan los desgarros de glúteos

 

Después de una pausa rapidita de dos horas y media haciendo fila para comprar dos bandejas llenas de comida y que Lea comiera media papa, decidimos ir al reptilario, sin dudas su lugar favorito de todo el zoológico. Estaba tan contento. Corría de una jaula a la otra señalando todas las serpientes, maravillado por su belleza y frustrado por no poder tocar ninguna, como un soltero mirando mujeres en un boliche.

La próxima actividad fueron los caballitos electrónicos; unos animales miniatura diseñados para que los niños montaran solos como si estuvieran andando a caballo. Como Lea es tan chiquito, le preguntamos al encargado si se podía subir acompañado de un adulto, a lo que me respondió "bueno, te podes subir vos", implicando que yo no parezco una adulta responsable y realmente me hubiera ofendido si no fuera porque tiene toda la razón.

 
Los niños felices

Los niños felices

 

La última actividad del día fue visitar la jaula del tigre, que quedaba en la otra punta del zoológico. Y a pesar de estar cansados por el deporte extremo de caminar más de tres horas después de los 30, fuimos hasta ahí porque sabíamos que a Lea le iba a encantar. Y valió la pena, porque en cuanto vimos a ese tigre hermoso, desfilando majestuoso por su jaula con sus dientes enormes y garras afiladas, quedamos realmente hipnotizados. Menos Lea, que se distrajo trepando un poste.

Finalmente emprendimos el largo viaje de regreso a casa, pasando el tiempo como los peregrinos en la Edad Media, que también cantaban canciones y contaban anécdotas a la luz del iPad, y recordando todo lo que habíamos visto y hecho en nuestra pequeña aventura en el zoológico. Mi parte favorita fue ver a Lea tan contento por estar en un lugar nuevo, rodeado de animales que nunca había visto y juegos de todo tipo. La parte favorita de Lea fue el cocodrilo de plástico que había en la cafetería.

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