Amamantar, una bendición

Uno de los mayores miedos de una madre primeriza es que su bebé tenga hambre. “Si tiene hambre, llora y te das cuenta”, te dicen, pero claro, también lloran porque tienen sueño, o frio, o calor, o gases, o porque nacer es un acto involuntario que nadie pide y te carga desde el primer momento con el peso de la existencia en un mundo que estas obligado a transitar sin mapa ni instrucciones y sin una idea clara del objetivo de la vida o de tu rol en el universo... o capaz tienen caca.

Entonces, si una da teta, realmente es difícil saber cuándo tu bebé tomó suficiente. A menos claro que seas una de esas madres bendecidas con una cantidad de leche interminable, que pueden amamantar a su bebé y llenar un freezer con lo que les sobra con suficientes bolsitas como para alimentarlos por los próximos dos meses o hasta que cumplan los 18. Esos bebés toman 10 minutos y quedan tan llenos que caen desmayados, como yo después del asado de navidad.

Pero yo no soy una de esas madres. Para mí amamantar no fue la experiencia mágica y angelical que creí que iba a ser. Resulta que el bebé tiene que prenderse “correctamente”, lo que implica que su cabecita esté posicionada exactamente a 43° y medio, que toda tu teta entre en su boca -desde el pezón hasta el hombro-, que esté tranquilo, que nada lo distraiga, y que la luna esté en tauro y venus retrógrado -pero sólo si el bebé nació en noviembre- y así, igual no va a querer tomar.

Yo pasaba por esa tortura entre 10 y 78 veces por día, porque mi bebé pasó el primer mes de su vida tomando teta todo el día.

Todo.

El.

Día.

Cada segundo que no estaba dormido, estaba en mi teta. Literalmente. El problema era que yo no estaba produciendo suficiente leche y él nunca quedaba satisfecho, algo que fue difícil de descifrar siendo que en cada control el médico me decía que había subido de peso. Al parecer, succionando un poquito de leche y mis ganas de vivir, entre ambas sumaban suficientes calorías.

Y yo, por escuchar a todos los que me decían que “la leche materna siempre es mejor”, y que tiene suficientes nutrientes y anticuerpos como para que el bebé no se enferme hasta que entre al liceo, me convencí de que tenía un enemigo claro: los vaqueros (seguro las calzas las inventó una madre en postparto). Pero no, referente a esta historia, el complemento. Estaba convencida de que si mi hijo tomaba aunque fuera una sola mema de complemento, iba a perder todas las fuerzas y se iba a desintegrar como víctima de Thanos.

Finalmente, pasados 7 años de esa tortura (el padre acá me dice que fue un mes), di el brazo a torcer y le di su primera mema de complemento. Y al día siguiente otra. Y después otra. Y no pasó nada. El bebé tomaba complemento y teta, y era feliz. Y yo empecé a ver la luz. Emergí de mi burbuja de amamantamiento, desorientada y peluda como un oso que se despierta después de meses de hibernar, y de a poco encontré el tiempo de hacer esas cosas que tanto me gustaban, como ir al baño sola y no mostrar las tetas en público.

Así que, a todas las madres primerizas que sienten que solo son vacas lecheras, tranquilas. Si, es así. Pero todo pasa. Es una etapa que termina y una vuelve a ser la misma de antes (menos las tetas, esas pasan a cobrar jubilación). Y ya sea amamantando o con complemento, si tu bebé está alimentado, eso es lo único que importa. Y bien vestido, obvio, prioridades.

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